Me encontré con el último número de Expansión y su reportaje central enfocado a los «Ejecutivos LGBT más orgullosos e influyentes de México». Eligieron nombrar a 41 de ellos. ¡Qué detalle tan mono, verdad! El cliché y el estigma prevaleciente del infame numerito ciertamente rebajó el valor del artículo en mi criterio. En fin, en este mes del orgullo LGBT pensé que la conversación general sería sobre el avance y la memoria de lo que un día fue a lo que hoy es la comunidad. Me equivoqué totalmente en asumir que el pride sería el tópico del mes. El asesinato de George Floyd en Estados Unidos detonó encima de la pandemia COVID19 una crisis paralela tan profunda haciendo un llamado inevitable hacia las calles y hacia la desobediencia civil de los habitantes de cada ciudad estadounidense mientras que a su líder electo, Donald Trump, la única calle que le interesa es la que se llama Wall (¡casi parece broma!)
Las manifestaciones escalaron a disturbios en muchos lugares, saqueos y destrucción a todo aquello que representaba el establecimiento. Pero como he escuchado de manifestantes y comentaristas, el contrato social falló para la población afro e hispano americana. La autoridad designada para defenderlos más bien los gasea y asesina. No son realmente dueños de nada, ellos sólo han seguido las cláusulas de ese contrato social, construyendo la riqueza de los privilegiados, y ahora pues qué carajos les importa si se queman locales o se saquea un Target o un WalMart. Como dijera Kimberly Jones, una autora y manifestante de color en total desesperación y encabronamiento: «y tienen suerte de que lo que nosotros estamos buscando sea equidad y no venganza». Fuerte y contundente.
Este fenómeno que algunos editoriales tildan ya como el epílogo fallido de un experimento social llamado Estados Unidos trascendió fronteras. Quisiera enfocarme a mi país, México. Hace muchos años un cliente californiano que vino de visita nos preguntó a mi jefe y a mí en una cena cómo nosotros nos referíamos a nuestra etnia. Su pregunta era orientada más bien a si aquí considerábamos a nuestra sociedad como «nosotros» y como «ellos», refiriéndose a la población indígena de nuestro país. El nos dijo que en efecto veía interacción pero dudaba de la integración. Fue difícil no pensar dos veces en eso, eran emociones encontradas tanto por su insensibilidad o racismo cubierto de buenos modales como por la verdad que percibía y que nosotros los mexicanos optamos por ignorar.
Mientras que esta semana Tenoch Huerta twiteaba que en México también debería de hablarse de este tema, Mauricio Martínez aunque parte de la minoría gay, pero invariablemente en su piel blanca, comparaba a Benito Juárez con Barack Obama en el sentido de que hace 150 años ya teníamos un Presidente de minoría en México, lo cual demeritaba la idea de que nuestros niveles de racismo fueran equiparables a los del vecino país. Lo que siguió fue que #MexicoRacista se convirtió en el hashtag de mayor tendencia en el país y bueno, yo en este debate veo dos pruebas muy actuales de que ese racismo está más vivo y vibrante que nunca. Una de ellas se llama Yalitza Aparicio. Cuando literalmente los reflectores de todo el mundo estaban sobre ella, en ningún país como México ella estaba siendo tan descalificada y tan denostada. No por comportamientos extraños o extremos, no por enunciados controversiales en entrevistas. No, nada de eso. Ella sufría de desaprobación en México sólo por ser. Yalitza fue creación de Cuarón, él sabía muy bien lo que iba a sucederle, sabía el vuelco de vida que le estaba regalando. Casi me atrevo a asegurar que él la eligió no tanto por sus dotes actorales, sino por su nivel de inteligencia emocional para lidiar con lo que iba a seguir después de ROMA. Aún cuando anunció el mes pasado que sería columnista de The New York Times recibió insultos y críticas de mexicanos. Segunda prueba: «Ya no estoy aquí». Esta premiada producción de Netflix filmada en mi ciudad de Monterrey, situada en 2011, allá por el tiempo en que estaban por cambiar los grupos de amigos cumbiancheros a grupos de pandillas criminales territoriales. Independientemente de la película, pude ver las opiniones de tanta gente de mi ciudad descalificándola por enfocarse a una minoría que vive en las peores colonias en lugar de mostrar «la verdadera cultura y sociedad regiomontana». ¿Y cómo es esa verdadera cultura de la que hablan? ¿son esos edificios millonarios semi vacíos que ocupan kilómetros cuadrados de espacios que nos quitaron a los ciudadanos? ¿son esas plazas llenas de locales desocupados pero con rentas imposibles para que la gente de privilegio vaya a pasearse? Quien crea que «Ya no estoy aquí» no es Monterrey, o es sólo un pequeño fragmento de Monterrey necesita despojarse un poco de ego y buscar más empatía y compasión.
Porque Monterrey es una de tantas ciudades mexicanas que han intercambiado el sentido de comunidad por el de tribalidad. Estamos tan distanciados de nosotros mismos que hemos terminado alimentando el deseo de pertenencia a un sub-grupo social en nuestros habitantes. Chivas, Rayados, Pumas, Americanistas, Tigres, Tecos, ricos, pobres, fifí, chairos, priístas, cardenistas, morenistas, regios, chilangos, tapatíos, puedo seguir mencionando tribus nacionales, estatales, locales. Pero la idea aquí es esta diferencia entre comunidad y tribalidad. Pasamos de largo que mientras comunidad se trata de experimentar armonía y convivencia con las personas que forman parte de ella, la tribalidad implica no necesariamente camaradería dentro de la tribu, sino desdén y repudio a quienes no pertenecen a ella. Porque una persona de rasgos indígenas o de bajo nivel socioeconómico siempre será bienvenido en una porra de su equipo favorito, pero una vez que el juego terminó y salen del estadio quiero saber qué hincha fifí va a invitarlo a una fiesta o carne asada. Y esa en la base del racismo en México a mi parecer. No damos lugar a la integración. Quienes gozan de privilegio marcan y exaltan estas líneas, negados a empatizar, puestos para designarle a cada uno su sitio y recordárselo cada que se pueda. Entonces ¿cómo puede nuestra raza indígena, al igual que la raza afroamericana en Estados Unidos, resolver un intrincado problema que ellos no crearon? Y como Kimberly Jones expresó basada en el acertado comentario de Trevor Noah, el contrato social fue roto por el privilegio. Quienes son designados como autoridades para resolver situaciones de desacato a dicho contrato son los que terminan sesgándose hacia donde el establecimiento les ordena. Al parecer «pobreza» dejó de ser el antónimo de «riqueza»; ahora debería ser «JUSTICIA». Seguro un contrato trae beneficios, pero un PACTO trae transformación; mientras el primero se trata de intereses, el segundo se trata de identidad. No podemos seguir ignorando, no podemos seguir obstruyendo el camino a este pacto social. ¿A qué límites del sacrificio deberá llegar una familia indígena para que uno de sus hijos termine una carrera universitaria? ¿Y para qué? ¿Para ganar $300 dólares al mes y correr el riesgo de estancarse ahí porque las verdaderas oportunidades y puestos gerenciales intrigantemente nada más no les llegan?
Sin empatía y compasión por nuestras raíces nunca habrá un resquicio de esperanza en nuestra situación. ¡Quisiera saber cómo esperan que las etnias amen a México y se sientan parte de una comunidad si no les dejamos que sean dueños de nada! Vamos y les expulsamos de sus tierras, de sus entornos para construir resorts, para hacer fraccionamientos, para sembrar maíz, palma. Para sembrar cannabis o amapola. ¿Cómo van a amar a México si no es más que un lugar que habitan, un lugar donde se les permite vivir? Sólo pregúntate cuándo fue la última vez que rentaste un auto y antes de entregarlo a pesar de no ser tuyo lo llevaste a lavar y aspirar. Exacto así se siente cada día la gran parte de México y me refiero al México sin privilegios. Especialmente cuando lo que ellos al mismo tiempo ven a su alrededor es a los privilegiados maltratar el mismo país en el que todos, en anticomunidad, vivimos.